Nadie podía imaginar, en los peores años de la Guerra Fría, que el riesgo de un ataque nuclear procediese de una red de terroristas fanáticos y no de la lucha ideológica de una de las grandes potencias. Sin embargo, los expertos aseguran que se trata de una amenaza real, y no de ciencia ficción. Los zarpazos de Daesh en el corazón de Europa han despejado la duda y han cambiado el paso de la Cumbre de Seguridad Nuclear que se desarrolla en Washington. Combatir al yihadismo es una prioridad también por este inquietante motivo. Es verdad que los occidentales tendemos a la autoflagelación, pero hay que reconocer que en este combate, hasta ahora, han faltado inteligencia, profundidad y determinación. A diferencia de lo que sucedía quince años atrás, el yihadismo dispone ahora de una base territorial arrancada a Siria e Irak, que le otorga ventajas prácticas, pero también simbólicas. Incomprensiblemente, la coalición internacional liderada por Estados Unidos no ha sido capaz de desbaratar ese santuario. El problema no es solo militar, sino político, en el sentido más amplio. No se ha conseguido cortar la financiación ni el abastecimiento de armas a Daesh, y tampoco se ha impedido que establezca una nueva cabeza de puente en Libia. Las opciones de Washington y sus aliados en Irak, Siria y Libia han debilitado la cohesión de estos países propiciando la entrada de un huracán sangriento. En los últimos años el problema no ha hecho sino crecer, y eso significa un serio fracaso. Esta batalla solo se vencerá mediante un gran acuerdo de fondo con los grandes países árabes, con Rusia y con Irán. Y requiere también una fortaleza moral y cultural que Occidente necesita recuperar. Lo malo es que el tiempo apremia.