Claudio era un joven tímido de quince años, de
los cuales los últimos cuatro los había dedicado
exclusivamente a estudiar música en la casa de
Monsieur Cottillard, un viejo maestro músico
amante de la soledad y el piano.
Durante los últimos cuatro años Claudio iba y
venía de su casa a la del viejo Cottillard, sin
siquiera voltear a ver el antiguo y enorme edificio
de piedra que estaba justo frente a la angosta
casa de su maestro. Se trataba del Liceo de
Niñas, un colegio exclusivamente para las hijas
de las más adineradas familias de la ciudad.
Al viejo no le gustaba enseñar con las ventanas
de su casa abiertas, excepto los días lluviosos,
esos días Claudio tenía permitido acercarse un
poco a la ventana que daba a la calle a practicar
con su violín.
Fue precisamente un día de lluvia que Claudio en
un descanso de su práctica al mirar por la
ventana descubrió el rostro más bello que jamás
hubiese visto, unos grandes ojos castaños
coronados con bellas y largas pestañas, cabello
al color de la tierra mojada, pero lo que más le
gustó de aquella niña fue su blanca e inmaculada
palidez, la chica era de por si hermosa, pero era
su blancura lo que dejó atónito a Claudio.
Ese día el joven no dejó de pensar en aquella
alumna del Liceo, volvió a su casa y practicó con
su piano siempre pensando en ella.
Al día siguiente Claudio buscó desesperadamente
acercarse a la ventana, pero afuera no estaba
lloviendo y su maestro le prohibió que la abriera.
Esa tarde Claudio ejecutó el piano con demencial
ira, Monsieur Cottillard quedó maravillado.
Al día siguiente tampoco llovía sin embargo el sol
estaba oculto tras gigantescas y espesas nubes,
Claudio se molestó mucho, sabía que otra vez
estudiaría con la ventana cerrada.
Al llegar Claudio a la casona notó que la ventana
estaba abierta, su pecho se agitó y sintió como
su estómago se estremeció de alegría, subió
velozmente las escaleras y buscó su lugar junto
a la ventana. Monsieur Cottillard estaba de muy
buen humor, incluso habló de la belleza del día y
concedió a Claudio varios descansos. Por primera
vez en cuatro años Claudio notó que no era la
lluvia la que ponía de buen humor a Cottillard
sino los días donde las nubes no daban
oportunidad al sol brillar, se alegró.
Justo a las 2 de la tarde pidió a su maestro un
descanso, y se dirigió a la ventana con la
esperanza de encontrarse con su amada niña.
Después de buscarla de entre decenas de niñas
que esperaban ser recogidas por sus padres en la
banqueta al fin pudo ver a su amada, no fueron
más de quince segundos, quince segundos donde
la tierra se detuvo, 15 segundos donde su
corazón se estrujaba desesperadamente en sus
adentros. Por fin pudo verla dos días después de
haberla visto y amado por primera vez.
La hermosa niña subió a la parte trasera de un
carruaje y desapareció de repente, Claudio volvió
a sus lecciones, estaba contento, se le veía en la
mirada, estaba tan emocionado que se equivocó
una vez tras otra, despertando la ira de Monsieur
Cottillard en múltiples ocasiones.
El día siguiente nuevamente estuvo nublado y
Claudio feliz, recorrió las calles rápidamente y
llegó a la casa de su maestro, buscó su lugar y
comenzó a practicar distraído y equivocándose
una y otra vez. Cuando dieron las 2 de la tarde
pidió su receso y se recargó viendo por la
ventana, pasaban los segundos y Claudio más se
desesperaba, hasta que decidió preguntar a
Monsieur Cottillard si él sabía por qué no habían
salido las niñas del colegio de enfrente.
– ¡Es sábado atolondrado! –Respondió el viejo–.
–Llevas años practicando y ¿no te habías dado
cuenta que los sábados y los domingos el Liceo
no abre sus puertas? –Menudo animal.
Claudio tomó su violín y comenzó a tocar con
tremenda furia, parecía que se encontraba
poseído, como si el demonio mismo entrara en su
cuerpo y le ordenara tocar las melodías más
notables que Cottillard le hubiese escuchado
jamás, de pronto el viejo recordó el día que al
negarle abrir la ventana Claudio había tocado el
piano como nunca antes.
Ahí estaba Claudio con sus manos en el violín, su
vista fija e imperturbable en el suelo, pero su
pensamiento con ella, la niña de la ventana.
Al terminar la lección Cottillard preguntó a su
joven pupilo que era lo que buscaba en la
ventana, Claudio respondió que nada, tomo sus
cosas, se despidió de su maestro y salió
corriendo de la habitación, pero unos segundos
después volvió.
– ¿Los domingos tampoco abren el Liceo? –
Preguntó Claudio–
– ¡No! –Respondió entre risas su maestro–
Claudio sonrió y salió corriendo.
Llegó el domingo y como todos los domingos
Monsieur Cottillard dejó improvisar libremente a
Claudio mientras él se dedicaba a otros asuntos
en su casa.
Claudio trataba de pensar en su amada, decidió
improvisar una melodía en el piano, el hecho de
ser domingo lo animaba pues mañana, si el sol
se lo permitía vería otra vez aquellos alegres ojos
y aquella piel delicada.
Llegó el lunes, por suerte nublado y con lluvia.
Claudio pidió su descanso a las dos en punto y
Cottillard se sentó a observar al joven como
agitadamente buscaba algo o a alguien en
dirección a la puerta del Liceo, de pronto vio
como Claudio se alejó de la ventana y buscó su
lugar, con una sonrisa en la cara y la mirada
perdida. Cottillard pidió a Claudio que le tocara
algo, Claudio eligió una antigua sonata y no paró
de equivocarse tanto que su maestro decidió
interrumpirlo para platicar con él.
–Estaba pensando en clausurar definitivamente
esa ventana ¿Qué te parece? –Preguntó el viejo–
Claudio guardó silencio, bajó su mirada y solo
encogió los hombros.
–Entonces, ¿no te importa? –Insistió Cottillard–
Claudio no respondió, sintió mucho coraje e
impotencia en ese momento, Cottillard notó que
Claudio comenzaba a enojarse y sin perder más
tiempo le dijo:
–¡Toma tu violín, toca!
Y comenzó Claudio a tocar a ratos sereno, a ratos
furioso. Cottillard estaba conmovido con aquella
melodía, definitivamente su discípulo empezaba a
madurar en todos los sentidos.
El día siguiente era un bello día soleado, Claudio
estuvo molesto todo el mediodía hasta que dieron
las dos y suplico por primera vez al maestro abrir
la ventana, Cottillard aceptó bajo la condición de
saber quién era la persona que despertaba tan
desesperadamente el interés del joven músico.
Claudio acepto y cuando llegó el momento con
voz temblorosa dijo a su maestro.
–Es ella.
Cottillard observó a la bella joven, sin lugar a
dudas era hermosa, volteó la mirada hacia su
pupilo que estaba enternecido de ver a la joven.
Cuando la hermosa joven hubo subido a su
carruaje Cottillard tomó del Brazo a Claudio y lo
guio al piano.
Los días pasaron y de lunes a viernes Monsieur
Cottillard daba permiso a Claudio de mirar a la
bella estudiante aunque no estuviera nublado el
día.
Las semanas continuaban completándose incluso
los meses y Claudio seguía admirando a la chica
desde su ventana, la llamaba de mil formas:
Samanta, Lucrecia, Aída, Brida…, notó que los
días nubosos eran los mejores para verla, su piel
brillaba fulgurante, irradiaba luz propia, como si
se tratara de un pequeño sol, un sol bajo las
nubes, y así decidió llamarla en delante, ”Sol”.
Sol se había convertido en una chica popular de
entre sus compañeras, Claudio podía notarlo
desde hace algún tiempo, ahora se le veía más
segura y alegre y por ende más hermosa a los
ojos de Claudio. Mientras tanto el joven seguía
creciendo como músico, ahora sus melodías eran
brillantes, tanto que Cottillard llegó a pensar que
ya no necesitaba más de él como maestro.
Claudio buscaba la manera de que Sol lo notara,
quería impresionarla pero no sabía cómo, ni
siquiera sabía que le gustaba, no conocía su
carácter, no conocía ni su nombre.
Cuando Monsieur Cottillard se decidió a
informarle a Claudio que estaba listo para dejar el
nido que forjó su maestranza en la música,
Claudio rechazó de forma enérgica la propuesta
de su maestro.
– ¿Cómo se atreve a decir que estoy listo? ¡Usted
sabe que me falta trabajar, que no soy tan bueno
y que necesito de usted! –Exclamó desesperado
Claudio.
–Lo que vos has venido a encontrar conmigo, ya
lo has conseguido Claudio, de hoy en delante
deberás forjar tu propia identidad, además yo ya
hube enseñado todo lo que sé. –Puntualizó
sereno el viejo maestro–.
–Quiero que escribas una rapsodia a tu amada,
vuelve cuando la hayas concluido. Ese será tu
examen final. –Dio media vuelta y dejó el salón–.
El miedo que le causaba no poder volver a ver a
su Sol le estremecía el alma a Claudio. Todos los
días se levantaba temprano, se dirigía hasta el
liceo y desde un lejano árbol contemplaba a la
joven a su llegada, más tarde regresaba a la hora
de la salida.
La desesperación le hizo acercarse cada vez más
a Sol. Ahora acostumbraba salir de la esquina
justo cuando su carruaje se detenía fuera de la
puerta, sentía una gran angustia por no poder
hablarle, incluso una mirada de ella le hacía bajar
la cabeza y caminar apresuradamente, la amaba
pero no soportaba siquiera su mirada.
Claudio sentía un gran odio por sí mismo; por no
superar su miedo a hablarle a la joven, el mismo
se negaba la felicidad. Había terminado Claudio la
Rapsodia que le encomendó su maestro sin
embargo no podía entregarla todavía, no quería
dejar de tener una excusa para ver a Sol.
El nuevo día estaba lluvioso desde muy temprano,
Claudio encontró la excusa perfecta para
acercarse a Sol, llevó su paraguas con él y salió
de su casa agitado, por fin podría acercarse e
incluso cruzar palabra con la bella joven. Esperó a
la vuelta de la esquina hasta ver el carruaje de
Sol acercarse, comenzó a caminar, al acercarse el
carruaje a la puerta comenzó a caminar más
despacio, entonces la puerta se abrió y Sol saco
una pierna dispuesta a salir.
–¡Use mi paraguas, señorita! –Gritó con algo de
miedo Claudio–
–¡Gracias señor, voy a correr! –Respondió la
joven y echó a correr hasta el pórtico del Liceo–.
Claudio se quedó allí parado sin decir nada, le
había costado mucho trabajo poder hablarle, y
las primeras palabras que le dirigía eran de
rechazo. Se sintió muy avergonzado pudo sentir
las miradas de las demás niñas como piquetes de
agujas en la espalda. Regresó a casa deprimido,
llorando de pena.
Buscó el abrecartas de su papá y subió a su
cuarto, se paró frente a su espejo, escuchaba las
palabras de Sol una y otra vez cada vez más
insistentemente, escuchaba la melodía que había
compuesto para ella, estaba aturdido, tomó el
abrecartas y amagó atravesarse el pecho con él.
De pronto los ruidos cesaron, las voces, la
música, se vio parado frente al espejo con los
ojos llorosos y rojos, y sintió vergüenza.
La mañana siguiente tomó las partituras de su
rapsodia las introdujo en un sobre, y salió con
destino al Liceo como todos los días.
Un frío intenso le recorría la cabeza y el miedo se
había ido. Esperó paciente la llegada de la
muchacha. Cuando el carruaje llegó se dirigió a la
puerta del Liceo y esperó.
La joven salió por fin del carro, pasó
indiferentemente a su lado, de pronto escuchó un
grito:
– ¡Sol!
La joven volteó repentinamente y un abrecartas
se introdujo en su pecho una vez tras otra, su
última imagen fue la cara encendida de ira de su
asesino.
Diecisiete veces entró el metal en el cuerpo de la
joven, uno por cada año de su vida, el color de la
sangre teñía el suelo.
Algunos días después llamaron a la puerta de
Monsieur Cottillard, era la policía.
–¿Es usted Bertrand Cottillard? –Preguntó uno
de los dos policías que estaban parados frente a
su puerta–
–Sí señor, ¿en qué puedo ayudarlos?
–Queremos entregarle este sobre; usted aparece
como destinatario, pertenecía a Claudio Romano,
el asesino del Liceo, como ya debe saberlo él se
encuentra internado en el manicomio, ese chico sí
que está desequilibrado, usted que lo conoció,
¿era él un muchacho malvado como se dice?
– ¿Es cierto que hablaba con los espíritus?
Necesitamos saberlo, no podemos dejar que algo
parecido vuelva a ocurrir –Interrumpió el otro
policía–
–Si, yo tengo dos hijas, no quiero ni pensar lo
que sería capaz de hacer si algo les pasara –
continuó el primero–
–¿tienen los señores algún otro asunto que tratar
conmigo? –Preguntó molesto Cottillard–
–No, ya nos marchamos, cuídese viejo amigo, yo
tendría precaución con ese sobre –dijo con una
mueca burlona el policía–. Dieron media vuelta y
se marcharon.
Cottillard abrió el sobre, sacó las partituras, y
notó un papel al fondo del sobre, lo tomó y lo
leyó.
“Maestro usted sabe bien que la amaba, no deje
que su melodía muera, allí viviremos los dos para
siempre”.