La facultad está compuesta por una serie de naves industriales, seis en total, unidas en la planta baja por un largo pasillo que surca los patios interiores y los atraviesa en línea recta, estableciendo un corte ininterrumpido y perfecto en medio de su arquitectura. De éste, a su vez, se desprende una red de intrincados corredores y salas interconectadas. Como toda construcción antigua y de peso histórico (sumándole el ser ocupada a diario por jóvenes influenciados por películas, alcohol y drogas), alberga un sin fin de mitos, historias y rumores.
Esa noche nos quedamos estudiando hasta tarde en el vestíbulo junto a la biblioteca, varios ya se habían ido y sólo quedábamos Daniel, Martín y yo. Una de las últimas historias que le habíamos escuchado a Aidan (un irlandés de último año de carrera, medio loco por el consumo indiscriminado de LSD, ávido contador de historias curiosas) era que durante la noche se oían ruidos extraños provenientes del subterráneo, como si algún animal correteara bajo las coladeras de los patios, e incluso a veces golpeteara la pequeña y maciza puerta ubicada bajo la escalera de piedra que conectaba la segunda edificación con la tercera. Se me ocurrió mencionarla como por casualidad, esperando que eso rompiera un poco con mi aburrimiento y el ambiente de tedio general.
—¿Eso no solía ser el antiguo laboratorio? Hasta yo sé que lo cerraron porque el bioterio se les salió de control y alguien acusó a los profesores de estar haciendo investigaciones cada vez más inusuales. Las ratas deben estar colándose para hacer sus nidos allí ahora —intervino Martín, sin siquiera despegar la vista de las fotocopias sobre la mesa.
—¡Verdad que estaba el bioterio! Si apenas hace un par de años antes de entrar aquí habilitaron un laboratorio nuevo, debe haber sido tétrico el estar bajo tierra con todo eso —se unió Daniel, bastante más interesado.
El diálogo siguió así un buen rato, intenté hacer lo mejor posible para que no se disolviera y poder convencerlos de investigar un poco más. Martín sugirió darnos un descanso para ir al baño y comprar unos cafés. No podía perderme tamaña oportunidad.
Al salir del vestíbulo, agarré a Daniel del brazo y lo arrastré hacia un costado de la puerta. Sabiendo que es bastante influenciable, puse mi mejor sonrisa, y le dije, «Tú me vas a ayudar». No es difícil darse cuenta de que se inquietó de inmediato, a medida que lo llevaba a la fuerza a las escaleras de piedra intentaba decirme que estaba loca, que fuéramos otro día, con Aidan por último, que conocía mejor los recovecos de toda la facultad y sabría mejor qué hacer. Finalmente se quedó en silencio detrás de mí mientras yo examinaba la cerradura de la puerta que conducía al subterráneo. Parecía algo oxidada y deteriorada por el tiempo y el uso, y la madera circundante estaba astillada, como si alguien hubiese intentado someterla.
Me saqué una horquilla del pelo y la introduje, moviéndola ligeramente. Obviamente no podía ser tan fácil y se atascó, tuve que sacarla a tirones, pero probé nuevamente hasta hartarme. Después metí una tarjeta como hacen en las películas entre la puerta y el marco, hasta que sentí un ligero roce con el cerrojo y decidí forzarlo un poco más. Daniel miraba.
—¿Y no piensas ayudarme? ¡Ven y abramos la puerta! —le grité. Empujamos un poco y pareció ceder sorprendentemente, un poco más de fuerza y de un golpazo logramos abrirla del todo. Se deslizó chirriante, dejando salir una vaharada de aire pesado y algo maloliente, y a esas horas no era posible saber si en algún momento la luz se colaba por las rendijas. Casi por instinto, busqué un interruptor a los lados, y al accionarlo se encendió un pequeño bombillo suspendido en una esquina apenas por un par de alambres. Frente a nosotros, una escalera de fierro de peldaños individuales y una única baranda con la pintura desgastada. La estancia era un rectángulo de paredes desconchadas, que terminaba al lado derecho de las escaleras con algunos casilleros. La explicación de por qué nos costó tan poco abrir la puerta yacía justo en ese rincón, donde el polvo parecía haber sido removido a diferencia del resto del lugar, y habían algunas latas de cerveza aplastadas, colillas de cigarrillos y lo que quedaba de unos pitillos de marihuana. Claro, cómo iba a ser de otra manera.
Bajamos. En el otro extremo del espacio, a la izquierda del final de la escalera, se encontraba una puerta semicerrada con una placa que rezaba «Laboratorios. Precaución: Materiales reactivos. Asegúrese de tener la protección adecuada y el manejo de instrumental necesario».
—¿En serio están haciendo esto? Ali, tenemos que estudiar —resonó la voz de Martín en el pequeño espacio, desde lo alto de la escalera. Dejé escapar una exclamación de sorpresa mientras Daniel daba un saltito hacia atrás. Algo pareció sonar desde el otro lado de la puerta, probablemente una rata escabulléndose por algún estante olvidado.
—¡Es ahora o nunca, Martín! —exclamé casi en un susurro.
Cargué mi peso contra la puerta bruscamente una, dos y tres veces, hasta que noté que algo la trancaba en su posición. Forcejeé hasta que de un empujón Daniel la abrió. Del otro lado casi no se podía ver nada, y el olor era terrible, una mezcla entre húmedo, encerrado y quizás lo que quedó impregnado de la existencia de animales; pero a pesar de eso encendí el flash del teléfono móvil y entré, confiando en que Martín y Daniel me seguirían de cerca.
El corredor continuaba hacia la derecha, dando un rodeo en forma de L, y de la parte alta de la pared sobresalían unas placas de metal pintado junto a la puerta indicando los laboratorios. «Lab3» estaba entreabierta, con el cerrojo notablemente vencido. Entré, algunos taburetes habían sido volcados y había instrumental desparramado por todas partes, los restos de vidrios crujían bajo mis pasos. Aparte del desorden y algunos papeles viejos con apuntes, no encontré nada más.
Creí escuchar algo al final del pasillo, así que fui directo hacia allá. En la placa, esta vez se leía «Biot2». Giré el pomo polvoriento y la puerta se abrió casi sin tener que moverla; en el interior el mismo desorden, pero un olor pútrido como a desechos orgánicos parecía haberse impregnado en las paredes, y la rejilla que daba al exterior apenas hubiera podido ayudar en su momento. Contra la pared, baterías de jaulas y algunas más pequeñas en unos estantes, algunas gradillas todavía mantenían sustancias en su interior sobre una de las mesas. Algo parecía haber desordenado todo recientemente.
Avancé hacia el otro extremo del salón, pateando sin querer un tubo de ensayo que rodó ruidosamente bajo alguna mesa fuera de mi alcance visual, cosa suficiente para ponerme un poco nerviosa. Decidí seguir adelante, en el otro extremo del salón había una puerta que daba a un espacio con varias camillas de metal separadas por cortinas de PVC. Habían unos bultos que parecían ser excremento, pero más grandes que los de una rata, mucho más. Algo parecido a latas de alimento y contenedores de poliestireno rotos estaban regados por el piso, y conforme avanzaba aparecían retazos de tela y mechones de cabello enredados en varios objetos.
Avanzando hasta el fondo, creí ver un bulto cubierto de telas sucias bajo una camilla. Conforme me acercaba, noté que éste temblaba levemente y respiraba de forma agitada. Tenía la piel carente de toda pigmentación y llena de cicatrices y llagas, y se le marcaban las vértebras y algunos otros huesos. No pude seguir avanzando.
Me di cuenta de que había estado pisando algo parecido a trapos sucios, ensangrentados, y lo que parecían ser compresas usadas recientemente, algunas arrugadas con envoltorios plásticos. No era sólo olor a excrementos y orina, era olor a un ser vivo, sangrante y sucio.
La criatura intentó arrastrarse hacia otro rincón más oscuro, pero parecía cargar algo que se lo dificultaba, entonces se quedó ahí, alzando una diminuta cabeza de la que apenas colgaban unos mechones de pelo largo y muerto. Me miraba directamente con grandes ojos redondos hundidos en sus cuencas, la nariz apenas era un tabique y un par de agujeros, que junto a la delgadez de su rostro y labios retraídos, recordaba el aspecto de los enfermos de porfiria. No fue hasta que intentó desplazarse de nuevo, que se desplomó y pude ver que era un ser pequeño, visiblemente desnutrido y que sí se trataba de un humano. Pero quizás eso no fue lo que más me impresionó. Dejó escapar un chillido agudo e infantil, y mientras alcanzaba un bulto más pequeño y enrollado en una manta que había dejado caer al suelo, descubrió parte de él y vi algo que definitivamente no era humano, sino una especie de cara deforme y llena de un pelillo fino y oscuro, y de varios lugares de su cuerpo salían catéteres que alguna vez debieron haber estado conectados a algo más, junto a una serie de cicatrices. Éste comenzó a quejarse, no era un llanto, sino un quejido débil que no era ni tan humano ni tan animal, en tanto que lo que supongo que era su madre intentaba protegerlo con sus esqueléticos brazos sin dejar de mirarme.
Sentí un horror indescriptible. Quise retroceder pero mis pies no me hacían caso. Esa criatura, carente de todo contacto humano por quién sabe cuánto tiempo, reaccionó rápidamente y comenzó a lanzarme lo que encontrara por el suelo mientras chillaba e intentaba esconderse; el bulto peludo se retorcía y quejaba envuelto por uno de sus brazos. Pensé que en cualquier momento volcaría una camilla para aventármela o refugiarse detrás.
—¡No! —fue lo único que se me ocurrió gritar mientras recibía asquerosos proyectiles e intentaba cubrirme con las manos.
Afortunadamente, Martín me había seguido de cerca. Sentí cómo me agarró desde la espalda y me sacó de la estancia. La criatura seguía chillando, lo que ahora parecía más un llanto, y Daniel estaba inmóvil del otro lado de la puerta. Uno de nosotros la cerró al salir, no recuerdo quién, aunque yo estaba segura de que la horrible criatura no saldría de su rincón. Es imposible saber si ella o yo estaba más asustada. Sentí algo similar a la lástima.
Pude ver que dentro de todo el desorden habían unos cuadernos de notas, lápices y jeringas en buen estado. Me dio asco y un escalofrío recorrió mi espalda. Martín nos arrastró a los dos rápidamente fuera del pasillo, obligándonos a subir las escaleras corriendo y cerrando la puerta del subterráneo tras de sí.
—¿¡Pero qué mierda acaba de pasar allá abajo!? —exclamó mientras se desplomaba sobre uno de los sillones del vestíbulo, pasándose las manos por la cara—. ¿Alguien puede responderme? ¿Era eso lo que estabas buscando, Ali? ¡Mírate, no puedes negar que algo ha pasado allí abajo!
Era innegable. Yo lo observaba cubierta de desechos pestilentes, Daniel se miraba las manos. No podíamos explicarlo, no había cómo. Ni siquiera nos incumbía meternos ahí.
Decidí tomar mis cosas, le pregunté a Martín si podía acompañarme camino a casa. Al llegar me di una ducha e hice lo que pude por dormir. ¿Qué clase de horrores se llevaron a cabo en esos laboratorios sin el conocimiento de nadie? ¿Cómo explicar racionalmente lo que había allí abajo?
Semanas después, andábamos por el gran pasillo cruzando el patio, cuando de repente el profesor Rotts (genetista de renombre y autor de un sinfín de documentos relacionados con la investigación genética humana y avances en experimentación animal) pareció entrar con una bandeja de comida y algunas botellas de agua por la puerta bajo la escalera de piedra. Algunos dicen haberlo visto observando las rejillas que dan al subterráneo, y a veces hasta limpiando los residuos atrapados entre éstas.